Empieza la Guerra Parte 13

La Rosa Roja
Por Alejandro Echartea

Oaxaca, México…


El sol se ha metido ya cuando la indígena María Domínguez sube descalza el cerro a las afueras de San Martín de Ixtaxochitlán. Baja de estatura y de piel morena, María va vistiendo un sencillo huipil hecho de manta con escote redondo por donde grandes gotas de sudor resbalan sobre sus generosos pechos. El pequeño y pobre pueblo indígena está alejado a kilómetros de la carretera más cercana que comunica con la cabecera municipal de Juchitán de Juárez. A sus espaldas, colgando de un costal tejido de ixtle lleva las mazorcas de maíz recogidas esa tarde del campo comunitario al otro lado del pueblo; como es la costumbre, el pueblo trabaja en ese campo de maíz de donde obtiene el nixtamal con que hacen sus tortillas, el pan de maíz y el alimento que utilizan para sus gallinas y los cerdos en los patios.



Juan Zaachila, el esposo de María, partió hace dos años hacia los Estados Unidos en busca de trabajo, tuvo que vender las hectáreas que le heredó su “Tata” para poder pagar el viaje a un “Pollero”. Juan partió en busca del “Sueño Americano”, pero los dólares nunca llegaron y de él no se supo más, entonces María, sumida en la miseria como todas las mujeres del pueblo tuvo que hacerse cargo de la familia.

La localidad parece ya un pueblo fantasma, los hombres han tenido que emigrar a otros estados con la esperanza de encontrar trabajo dejando atrás solamente a las mujeres y los niños.

El bajo muro de piedras apiladas pintadas de blanco con cal delimita el terreno del ranchito, desde ese lugar puede verse en su totalidad al pueblo ubicado a cientos de metros de ahí, María sube el último tramo hasta la pequeña choza de adobe y palma en la que vive con sus cinco hijos. La mayor, Juanita de 10 años, sale a recibir a su madre ayudándole a poner el costal con las mazorcas por un lado de la entrada de la humilde vivienda. Los otros niños, descalzos y vistiendo harapos rodean a la madre inundándola con quejas y problemas en dialecto zapoteca.

Impaciente y molesta, María jala a Juanito de la solapa de la camisa de manta lista para castigarlo, segura –sin saber el motivo- de que el niño de 9 años es el responsable de tanto alboroto. Alza la mano para emitir el castigo y el niño valiente cierra los ojos sin oponer resistencia para recibirlo.

A lo lejos, la pequeña capilla de piedra caliza ubicada a un lado de la única calle de San Martín hace sonar su vieja campana de bronce traída de Oaxaca de Juárez hace más de 100 años. La mano queda suspendida en el aire mientras con mirada alarmada, María gira el rostro hacia el pueblo y recogiéndose las enaguas, pospone el castigo y desanda el camino nuevamente para acudir al llamado del “Padrecito Pancho”.

A las puertas de la capilla se encuentra reunido ya un nutrido grupo de mujeres y jovencitos no mayores de 15 años, los cuales, muy curiosos, miran con admiración una camioneta Lobo de doble cabina, color negro con vidrios oscuros, la caja del vehículo se encuentra cubierta por una lona blanca que oculta su contenido.

De la capilla sale el padre acompañado por seis hombres visiblemente emocionados, uno de ellos con los rasgos característicos de la región, abraza por el hombro al anciano sacerdote del lugar.

- …como te decía Tizoc, desde que partiste con el Cacique hace quince años no sabíamos más de ti. –Dice el Padre al hombre que parece ser el líder del grupo.

Tizoc lleva puestos unos pantalones de mezclilla vaqueros, así como botas y cinto de piel de serpiente y sombrero tejano, la camisa de algodón blanca la lleva desabrochada luciendo una gruesa cadena de oro de la que cuelga una medalla en forma de hoja de marihuana.

- Le digo Padrecito Pancho, me ha ido muy bien, he viajado mucho por el Mundo y ahora le traigo algo de ayuda a mi gente. –Con una seña dirigida a sus hombres, Tizoc los dirige a la camioneta; estos retiran la lona y descubren cajas llenas de despensas, así como cobertores y ropa, los cuales empiezan a ser repartidos sin distinción a las familias ahí reunidas.

Una explosión de alegría llena el lugar cuando las mujeres son las primeras en rodear a los hombres vestidos de vaquero que entregan los objetos y rápido, parten a sus viviendas para regresar nuevamente por más de la ayuda.

- ¡Esto lo manda el señor Xicoténcatl al pueblo que le dio a uno de sus mejores hombres! –Grita Tizoc a la concurrencia.

María toma una caja con despensa sobre la cual coloca otra con ropa, pero el peso es tal, que ni siquiera puede cargarlas dejándolas por un lado en el suelo mientras mira alrededor en busca de ayuda.

- ¡María! ¿Tú eres María Domínguez verdad? –Dice Tizoc al reconocer a la mujer.

- Si señor, ese es mi nombre. –Dice la mujer tímidamente mientras agacha la mirada y juega con los pliegues del desgastado huipil.

- ¿No me conoces güerquilla? ¡Soy Tizoc! Juntos cortábamos mangos de los árboles que están por el arroyo.

Con incredulidad y asombro, la indígena mujer reconoce al niño con el que jugaba en su infancia hace más de quince años atrás. -¡Tizoc Martínez eres tú!- la piel morena de la todavía atractiva mujer se sonroja inocentemente ante el inesperado encuentro.

- ¡Yo tampoco lo reconocí cuando lo vi!, -dice el Padre Pancho- pero ¡míralo!, ¡se ha convertido en todo un hombre!

Lleno de orgullo, Tizoc se hincha mientras tensa la espalda y reposa sus manos sobre la enorme hebilla del cinturón con su nombre grabado.

- Nos has traído mucha alegría mi niño, ¿cómo podemos agradecértelo?

A penas dicho esto, los otros cinco hombres se acercan a su jefe rodeándolo por los flancos con expresión sombría mientras en el rostro del mismo Tizoc, la sonrisa y todo rastro de humanidad desaparecen para decir fríamente:

- Pues si hay algo que pueden hacer… padrecito.

Ante tal cambio, el padre con tacto pregunta junto a una María inocente que con idolatría mira a su viejo compañero de juegos.

- ¿Y qué es lo que quieren de nosotros?

- Mire padrecito, usted no lo sabe pero hay una guerra y necesitamos soldados, así como hace quince años vinieron por mí, ahora yo vengo por todos los niños del pueblo para que se conviertan en soldados del señor Xicoténcatl.

Estupefactos ante lo dicho, María nerviosa y titubeante retuerce su pliegues de la falda junto a un sudoroso sacerdote que nervioso mira como la Luna llena se levanta sobre la torre de seis metros de la capilla.

- ¿Guerra? ¿De qué guerra estás hablando? –Cruzando los brazos, el viejo sacerdote se planta valiente frente al grupo de hombres, quienes entre la luz de la Luna, parecieran cambiar, crecer a momentos y echar vapor por las fosas nasales- No permitiré que tomes a un solo niño de este pueblo, y menos para que te los lleves a morir a una guerra desconocida.

- Hay padrecito, yo sólo quería ayudarles, ¿no lo ve? –Dice Tizoc señalando a las derruidas casas de adobe y la calle de terracería que cruza el pueblo- ¿No ve que ya están jodidos solo por haber nacido en este mugriento lugar? Yo les garantizo una nueva vida, con cosas nuevas, ¡con mejores cosas! ¡Y lo único que tendrán que hacer es unirse al Clan de mi señor Xicoténcatl!

La discusión ha atraído ya a las demás mujeres del pueblo quienes se plantan atrás del sacerdote y con miedo, miran a quien unos momentos antes les trajera tanta dicha.

- Regresa por donde viniste Tizoc, ya no eres el niño que bauticé en la pila, ya no eres mi sobrino, te desconozco.

Con una sonrisa amarga, Tizoc se quita el sombrero tejano y lo arroja a un lado, repentinamente, la piel morena del indígena se ha llenado de un bello espeso y sedoso al igual que de sus compañeros, los dientes caninos sobresalen en la macabra sonrisa, la voz suena extrañamente gutural.

- Usted no entiende padrecito, no le estoy pidiendo nada.

Persignándose, el Padre mira atónito la asombrosa transformación de los hombres quienes desgarrando las ropas, rompiendo camisas, pantalones y botas, dejan atrás su apariencia humana para convertirse en bestiales Hombres Lobo ante las histéricas mujeres, las cuales rezando el Rosario, caen de rodillas pidiendo a Dios por un milagro que los salve de esos monstruos.

Un aullido corre por ese valle del Istmo de Tehuantepec entre el caserío, los ranchos y el monte. La Luna pasiva mira el bestial escenario donde Tizoc ya como Licántropo, avanza amenazador hacia el Padre Pancho quien con los ojos cerrados recita el Antiguo Testamento.

- “Mas todo esto fue hecho para que se cumpliese lo que habló el Señor por el Profeta, que dice: He aquí la Virgen concebirá y parirá un hijo, y llamarán su nombre Emmanuel, que quiere decir "Dios con nosotros".

A lo lejos, proveniente del cerro se escucha una detonación, en el segundo tras ese seco y frío sonido pareciera que el tiempo se congela, los Hombres Lobo paralizados tratan de ubicar el origen cuando uno de ellos es alcanzado por una veloz bala de plata haciéndolo caer entre sus compañeros. Rápidamente los restantes cinco cambian su atención y ubican una figura postrada tras el bajo muro de piedras del rancho de María. Otro disparo destella de aquél lugar derribando a uno más de los monstruosos seres quedando tendido entre un charco de sangre. Veloces, los sobrevivientes corren directo hacia el tirador en la colina.

- ¡¡¡MIS HIJOS!!! –Se escucha el grito de María quedando muy atrás ya de la avanzada de los lobos.

Otro disparo, sin embargo, este erra su blanco… uno más, estéril como el anterior… cada vez más cerca los Licántropos en su carrera hacia su tirador. Otro más que si logra derribar a su tercer objetivo estando ya muy cerca los bestiales seres.

Encima del muro de piedras se pone en alto una mujer vestida de piel en rojo quien tira a un lado el rifle con mira telescópica. Unos metros la separan de los Hombres Lobo mientras de su espalda desenvaina una espada samurai.

La salvaje mirada de Tizoc se posa sobre la hembra reconociéndola como una de los enemigos de su raza, autora del contraataque Nosferatu, es ella la responsable de que tengan que reunir nuevos soldados entre los pueblos perdidos de la sierra para vencer en esta Guerra que Empieza, es ella una vampiresa, su nombre es Eva, “La Rosa Roja”.

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